I MEDITACION MARCHA AL CORAZON DE JESUS 2014
Jesús, reflejo de la misericordia del Padre.
Tradicionalmente
se ha entendido la encarnación como un descenso de Dios en la historia de la
humanidad, pero de nuestro lado en cuanto destinatarios del descenso implica
más un ser asumidos por Dios en ese encarnarse (voz "encarnación" en DEI pg 742). Tanto es así que podemos
afirmar que Dios asume al Hombre en cuanto que el descenso de Dios en Jesús
tiene como finalidad mostrarnos el camino de salvación.
Dios deja la
eternidad y se encarna en la historia con el fin de ordenarla internamente y
ello para que se pueda obrar la nueva creación. El camino que nos es ofrecido por
Jesús como el nuevo Adán y que es mostrado como camino de salvación, realmente comienza
con el amor de Dios por su creación, hasta el punto de abandonar la eternidad y
encarnarse en la persona de Jesús para que así, haciéndose uno de nosotros,
podamos seguir el ejemplo que nos es marcado.
Que seamos
asumidos por parte de Dios mediante el envío de su hijo, implica la mayor
muestra de amor de Dios por cada uno de nosotros en cuanto que criaturas suyas
somos amados y mediante el envío de Cristo, somos invitados a una salvación que
se caracteriza por intentar imitarle. Es precisamente pidiendo ser guiados en
ese camino, pidiendo ser iluminados para conseguir vislumbrar cuál es la
voluntad del Padre, como confiadamente podremos poco a poco ir siendo más
libres y más plenos.
Haciendo una
actualización de lo mencionado, podemos afirmar que igual que la Trinidad
decide enviar al Espíritu Santo para la salvación del Hombre encarnándose en
uno de nosotros, también en nosotros cuando nos configuramos con Cristo por la
obra del Espíritu Santo se produce una actualización en el momento presente de
aquel momento histórico, al materializar nosotros mismos la voluntad de Dios
cuando elegimos por obra y gracia del mismo Espíritu Santo. Es una imitación de
la encarnación del Verbo en el mundo, lo que se produce cada vez que elegimos
desde Dios y en Dios al sernos revelada su voluntad en nuestra elección. Poco a
poco imitando a Jesús es como se puede ir concretando y realizando el Reino, ya
que tras ir discerniendo y consecuentemente eligiendo nos vamos configurando
desde Él y en Él.
La encarnación
por tanto es el tiempo del Espíritu Santo, al igual que en nuestra vida somos
llamados a dejarnos guiar por su acción y por sus mediaciones para permitir que
sea Dios quien nos muestre su voluntad, también a través suyo somos llamados a
encarnar como María la acción de Dios en nosotros, de modo que se manifieste en
el mundo y seamos muestra de su amor.
La llamada es
por tanto una llamada a adoptar la actitud de María que supone un abrirse a la
acción del Espíritu y disponerse para, superando y asumiendo nuestra condición
humana y todos los condicionantes que implica, confiar de un modo absoluto en
la palabra revelada y en la propia persona de Cristo en cuanto muestra
encarnada del Padre. Implica y supone por tanto ser conscientes de aquello que
nos ata y descubrir contemplando a Jesús el camino hacia la más plena libertad.
La
configuración de nuestra persona con la de Jesús se tiene que realizar
internamente, desde el corazón, pausadamente y siendo llevados al ritmo que el
espíritu vaya marcando en cada uno.
De hecho un
rasgo que nos permita conocer cuándo estamos tomando decisiones y eligiendo a
la luz del Espíritu y no movidos por otras razones o motivaciones más o menos buenas
o más o menos engañados, está en la identificación con la persona de Jesús, de
modo que poco a poco vayamos identificándonos con él y por tanto vayamos
construyendo y haciendo posible el Reino.
Es precisamente
en nuestras elecciones y decisiones como poco a poco vamos estableciendo
vínculos con personas, comunidades, instituciones o con una forma estable de
vida y esto, decidido a la luz del Espíritu imita en cierto modo la encarnación
de Cristo: Dios se ha vinculado en Jesucristo al tiempo y al espacio y, hecho
hombre, ha dado su vida por los demás. Jesús fue fiel a esa vinculación,
incluso cuando sintió resistencia, hasta la muerte.
El que se
compromete y emprende el reto cristiano entra, pues, para siempre en el
seguimiento de Cristo.
En nuestra mano
está por tanto, disponernos y abrirnos desprendidamente a la acción del
Espíritu en nosotros de modo que gracias a su luz podamos descubrir cómo se
configura la particular forma personal de imitación de Jesús y por tanto el
camino al que somos llamados; un camino no exento de dificultades que implicará
necesariamente un morir a nosotros mismos con todo lo que ello supone.
La unión con
Cristo imprime en la acción sus valores, su poder, su misericordia y su amor.
Cierto es que Cristo fue llevado por el pecado del hombre hacia la Cruz,
símbolo cristiano que mejor muestra el desprendimiento de uno mismo, la entrega
misericordiosa y amorosa por el otro. Y cierto es que amar y entregarse no
resulta sencillo ni seguramente nos conduzca hacia algún sitio distinto de
donde fue Jesucristo conducido, pero en esa cruz está la entrega más grande que
nadie puede hacer, el amor más desmedido y más puro que podamos desear. Hoy
sabemos que pese a todo la muerte no tiene la última palabra ya que detrás de
ella y por encima de todo ello está la resurrección, la victoria del amor sobre
el mal del mundo y la confirmación de que merece la pena, y de que el vivir
interiorizando el mensaje y el estilo de Jesús es vivir la vida en plenitud y
que entregándose, amando generosamente, vamos siendo cada vez más él y menos
nosotros.